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"El Eternauta" no es Hollywood. Por suerte.

May 13, 2025 Pascui Rivas

Desde que me mudé a Estados Unidos, me ha costado ver series argentinas. Es algo personal, y se debe a que cuando veo algo tan bien ejecutado en el país del que yo elegí irme, me obliga a replantearme si habré hecho lo correcto al partir. Imagino que el desarraigo es más fácil de sobrellevar cuanto uno menos se expone al recuerdo de las pérdidas. Asimismo, como fanático perro de Pizza, Birra, Faso, esperé con ansiedad el estreno de El Eternauta. Cuando salió la liquidé en una sentada. En parte porque está buenísima, y en parte porque, si ya había visto dos capítulos, ¿cómo no ver uno más? ¿No?

Con urgencia me sumé a la euforia online y, a raíz de mi exaltación, amigos me escribían preguntando si mi entusiasmo se debía al hecho de ver retratados los espacios icónicos del país donde crecí, ahora potenciados a través del prisma de una superproducción; o al ver efectos especiales tan high-tech mezclados con costumbrismos y chicanas tan “argentinas”.

Y la verdad es que no. Mi conexión con la serie se fundó en otra cosa.

Es cierto que la obra descansa en un concepto que el teórico de cine Howard Suber llama bi-asociación: cuando dos o más elementos en principio inconexos se combinan y dan lugar a un tercer concepto. El Padrino (lealtad por la familia + crimen organizado), Star Wars (cine samurai/Western + cuentos de hadas) son algunos ejemplos. Yo mismo intenté algo similar con mi primer cortometraje, El Sereno, donde me propuse hacer un film noir anclado en la ciudad de Córdoba. Cuando esta mezcla funciona, el resultado es una obra memorable o, al menos, innovadora. En el caso de El Eternauta, es ambas.

‘PERO’ (la palabra más importante en toda estructura dramática, según Suber) lo más loable de El Eternauta no es el hecho de que está “a la altura de cualquier producción de Hollywood”, sino que justamente subvierte las dinámicas de los esquemas dramáticos tradicionales, de forma esencial. La principal diferencia está en que en la gran mayoría de obras mainstream del cine estadounidense, desde Alien hasta The Last of Us, conforme avanza el relato, los protagonistas van perdiendo progresivamente sus lazos más cercanos. Con cada nueva batalla, los personajes importantes que giran en la órbita del protagonista son devorados, atropellados o asesinados. Estas pérdidas generan un mayor involucramiento de la audiencia con la trama, ya que las chances de supervivencia se reducen con cada nueva escena. Pero en El Eternauta sucede lo contrario: mientras más personas se suman al grupo protagónico, mayores son las chances de sobrevivir. Mientras más bocas hay para alimentar, más se multiplican los recursos.

La estructuración del “camino del héroe” ha tenido mucho éxito en Estados Unidos, y —en mi opinión personal— se debe a que actúa como un espejo de la trama social y de las estrategias de subsistencia desarrolladas en ese país: genealogías desprendidas de todo anclaje geográfico, vínculos sociales provisorios, y migraciones internas constantes que impiden echar raíces más allá de una generación. Los jóvenes se mudan a universidades donde son “aceptados”, y en la vida adulta uno rara vez determina su entorno en función de sus relaciones o de los afectos, sino de dónde haya trabajo. Los amigos no te pagan la renta.

Por mucho tiempo ese sistema simulaba funcionar, pero ese desapego es sin dudas una de las causas del notorio declive en la salud mental de esta población. El epítome de esto se cristalizó durante el gobierno de Joe Biden, cuando el Surgeon General Vivek Murthy declaró una epidemia por las condiciones de aislamiento y soledad con que viven los adultos mayores en Estados Unidos.

En Argentina, donde también hay migraciones internas, quienes parten de sus pueblos eventualmente regresan, de una u otra manera. Y, si no lo hacen, al menos se regocijan en que sus padres permanecen allí; probablemente en la misma casa. Los que se van, eventualmente vuelven. En El Eternauta, Juan vuelve. Vuelve por el resto del grupo. ¿Quién es el único que duda de su regreso? El tipo que recién llega después de vivir veinte años en Estados Unidos.

Es entendible el gozo que experimentamos cuando algo argentino es reconocido “afuera”: nos deleita que el cantante de Metallica tome mate, y nos conmueve que Gustavo Santaolalla salude a nuestro pueblo al levantar cada uno de sus consecutivos premios Oscar. Pero seríamos demasiado mezquinos si posáramos todo el esplendor de El Eternauta en el hecho de que “no tiene nada que envidiarle a una producción de Hollywood”, porque Hollywood está en problemas —literalmente. Las recientes tarifas sancionadas por el presidente generaron enorme revuelo, no solo por lo súbito de su anuncio, sino porque evidencian el abandono crónico de esta industria hacia sus propios miembros. Del mismo modo, los espectadores que por años contaban con películas memorables como una forma de compensación a las vicisitudes de la vida diaria, ya no encuentran sosiego en esa maquinaria que explota sus propiedades intelectuales hasta el hartazgo: haciendo de una animación un drama, de ese drama un musical, y así ad infinitum.

Un reciente aire esperanzador se vivió cuando Vince Gilligan, el creador de la serie Breaking Bad, hizo una suerte de mea culpa invitando al gremio de escritores a crear personajes que al menos “intenten mejorar como personas” porque la idea de villanos como moraleja se había diluido y las audiencias terminaban ovacionando comportamientos que son realmente nefastos para una sociedad.

Por todo esto, El Eternauta es muchísimo más que una producción “de nivel internacional”. Es una invitación a reorientar nuestras sensibilidades y nuestros valores como narradores y como espectadores, y quizás tambien a relegar la necesidad de reconocimiento externo que autorice el halago de nuestros propios logros. Yo me sumo a la arenga colectiva de los fans que, fervientes y honrados, celebramos lo más simple de esta serie: que en grupo, en familia y en sociedad, todo es afrontable.

Y en esto, El Eternauta es —totalmente— argentina.

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